En el 1998, descubrí el fenómeno del internet. Mi mamá compró una Compaq Presario, se suscribió a Coqui.net, con una conexión dial-up que hacía el ruidito más freaky y cool del universo. La única falla era que no podía hablar por teléfono a la misma vez que navegaba. Pensar en eso en el 2012 debe darle miedo a par de gente.
Sucede que, al parecer, el internet ese me gustó tanto que pasaba incontables horas en él, no sólo navegando, sino diseñando páginas. Teníamos un printer barato -de esos que lo hacían todo por un tiempo y después no hacían nada- que trajo una versión limitada de Photoshop. Para mí, eso fue Navidad. Empecé a hacer backgrounds, botones y layouts que programé en HTML, CSS y JavaScript. También llegué a hacer iframes, pop-ups, y otras cositas así, de lo más chulas, siendo una teen.
Era todo bien emocionante porque había un corillo de gringas que, al parecer, compartían mi pasión por hacer páginas web bien cool, pero tenían la ventaja de tener dominios propios. Ellas crearon una especie de elite en el que se convertían en curadoras de todas las páginas montadas en los Angelfire, Geocities y Tripod de la vida que podían tener un poco de sentido estético más allá de textos marquee, gifs coloridos y sonidos al entrar a la página. Yo me propuse ser parte de la elite, y lo logré. Dos veces. Estaba orgullosa.
Me da una pena inmensa no tener material de esos tiempos. Recuerdo haber hecho cosas bien nítidas, modestia aparte. Los mejores días eran aquellos en los que podía pasar entre 10 a 12 horas generando imágenes, navegándo páginas, leyendo código, aprendiendo, y aplicando todo el conocimiento a mis páginas.
El follón me duró como dos o tres años. A los dieciseis, era muy rebelde para el diseño web. Lo seguía usando obsesivamente, pero prefería usar Messenger, escribir en el foro de Pulsorock y bajar música por Napster que escribir código.
Y así pasaron los años. Entré a la universidad, y decidí estudiar diseño. A los tres años de haber empezado, tuve la oportunidad de trabajar en una agencia intramuros en la que tuve gratas experiencias y un caudal de aprendizaje de cómo iba a ser el “mundo real”. Varios de esos proyectos tenían aplicaciones web. Recordando mi etapa de adolescente pseudoprogramadora, pensé que podía manejarlo y ser “la más dura”. Sin embargo, la realidad de lo rápido que cambia la tecnología, y en especial el diseño web, me dio una senda galleta.
El cambio fue abrumador. Un gran porciento de los comandos que conocía habían cambiado. Las cosas se hacían de otra manera. Habían “chulerías” que estaban bien obsoletas. Ya el dial-up no era cool. (Este último siempre lo tuve presente).
Fue entonces cuando tomé el reto de refrescar, en la medida que se me hizo posible, y sin educación formal al respecto, mi conocimiento sobre diseño web de la mejor manera que pude: trabajando. Sin embargo, nunca sentí que dominaba el campo por completo porque sabía que lo que estaba aprendiendo en un momento determinado, iba a cambiar demasiado rápido. Era un poco frustrante y excitante a la vez. Y el hecho de que tenía que trabajar en los proyectos me obligaba a tener que aprender algunas cosas.
Nunca voy a olvidar el proyecto en el que aprendí un poco de Plone. Uno de los proyectos de la agencia se iba a trabajar con este sistema de manejo de contenido híperrobusto. Ésta fue mi primera aventura cerca del fenómeno de Silicon Valley. Me enviaron a tomar un entrenamiento con los verdaderos geeks, en San José, California. Yo estaba tan nerviosa como entusiasmada de estar ahí. Después de haber estado en un estado de tortura extrema por seis meses, comparando a Plone, Zope y Python con los tres cantos de La Divina Comedia de Dante, no parecía tan complicado hacer ciertas cosas. Pero ojo, en realidad sí lo es. Programar código es un oficio meticuloso, no todo el mundo sabe cómo entrarle. En mi opinión, es una maravilla. La cantidad de cosas que puedes hacer con programación sigue in crescendo y sorprendiéndome cada día más.
Estoy actualmente completando un proyecto muy interesante, en el cual se usó la progración para generar un juego nuevo. Nunca me hubiera imaginado, hace catorce años atrás, que seguiría siendo una geek amante del código.